Entrando en los aspectos individuales como causas que
intervienen en determinar un grado mayor o menor de felicidad, podríamos con
asombro citar la “intolerancia a la felicidad”. ¿Se puede no tolerar la
felicidad? ¿ Hasta que punto somos capaces de tolerarla? Si no tenemos en
cuenta la relación entre nuestro yo y nuestro inconsciente, el concepto de
felicidad se reduce a concepciones mágico animistas, tales como la buena o mala
suerte. Felicidad es equivalente a un estado de placer, de bienestar más o
menos permanente en relación a determinados aspectos de nuestra vida exterior e
interior. La escala de valores difieren de unas personas a otras. Habitualmente
se busca un equilibrio entre el amor, el tiempo, el dinero, las relaciones
familiares y sociales. Vivir entre la carencia y la tenencia, nos produce un
desasosiego que nos hace buscar la tenencia de lo que nos falta. El camino
hacia el logro está determinado por la relación que la persona tiene consigo
misma. Aquí entran en juego sentimientos y afectos de un orden moral casi conscientes que nos plantean preguntas
tales como ¿soy merecedor de la felicidad? ¿me considero una persona digna de
ser feliz? o por el contrario ¿me recrimino ciertos pensamientos, deseos o
actos por lo cuales no me considero merecedor de casi nada bueno?
La felicidad más que conseguirla nos la otorgamos o
nos la negamos pero no de una manera consciente, sino desde una figura que el
psicoanálisis ha venido en denominar “superyó”. El superyó, Juez interior cuya
ideología es heredada desde lo familiar-
y que su influencia puede remontarse hasta varias generaciones atrás- es quien
nos examina, quien legisla y regula nuestra relación consciente con la parte
inconsciente de la personalidad. Dependiendo de cómo una persona esté más o
menos enfrentada o reconciliada consigo misma, se derivará así el grado de
tolerancia a una mayor o menor felicidad. Realmente, la falta de felicidad es
sinónimo, un indicador de conflictos que tenemos con nosotros mismos, o mejor
dicho, con la parte inconsciente de la personalidad. Cuando nos descubrimos en
actividades o pensamientos egoístas, celosos, envidiosos, despectivos,
sexuales, etc, nos recriminamos que los mismos nos pertenezcan y tratamos de
desecharlos por considerarnos indignos de padecerlos. Cuando se niegan o se
subliman, saltan los resorte del superyó quien viene a juzgar a la persona como
voz o conciencia moral. Dice el superyó, “puedes negarte a ti mismo pero no
puedes negarme lo que yo sé” Y desde ahí actúa, haciendo cumplir a la persona
su mandato: “no eres merecedor de nada bueno.” ( continuará )